viernes

El vigilante del depósito de cadáveres estaba dormitando, probablemente borracho, en una silla, inclinado hacia adelante, el mentón hundido en el pecho. ¿Qué había que vigilar allí? Media docena de fiambres amontonados, ¿a la espera de qué? Era tarde. así pues, saqué a escondidas su ataúd, lo estreché entre mis brazos, contuve la respiración, pasé de puntillas por delante del vigilante, seguí a lo largo del estrecho pasillo y me escabullí por la puerta trasera hacia el aparcamiento. Había cuatro o cinco coches, manchados de nieve sucia, como animales cansados, a la espera del amanecer en el que despertarían con un gruñido. Sólo entonces me di cuenta de lo mucho que pesaba el ataúd, con ella dentro. La excitación provocada por el robo del cuerpo, que me había proporcionado fuerzas suplementarias, había concluido: el ataúd y ella en su interior erab endiabladamente pesados, y el frío cortante que me daba en la cara y en las manos resultaba doloroso. ¿Qué hacía yo allí y dónde iba a ir? preguntas que no se me habían ocurrido antes. Lo único que me había importado hasta aquel momento era el cuerpo de ella dentro del ataúd; y la idea, que me había inducido a secuestrarla, de lo que harían en nombre de alguna hazaña científica por la mañana: despedazarla, partirla en rodajas desde la barbilla hasta la entrepierna, separar la piel a derecha e izquierda, extraer en primer lugar el corazón, luego el hígado enfermo y Dios sabía qué, introducirse en ella, tocar la porosas partículas de sus pulmones, sacarle el estómago y la arrugada matriz, colocarlo todo en un líquido lubricante, redactar un informe, ¿de qué? Era insoportable. Yo sólo podía recordar su piel blanca como la nieve, caliente y palpitante cuando nos aferrábamos el uno al otro;y el aspecto que tenía en nuestra primera cita, sombras azules bajo los ojos y unos labios carnosos ligeramente abiertos mientras decía <<hola>>; y el olor agridulce de su cuello. Era una noche fría. Si la policía me daba el alto, echaría a correr, la Ópera estaba a dos manzanas, pero iba a encaminarme hacia el río. Allí recuperaría el aliento, y abriría el ataúd, y la sacaría para estrecharla entre mis brazos. El río no haría preguntas. La depositaría en el agua e iría tras ella. Unidos en un abrazo desesperado, flotaríamos con suavidad en las aguas de la medianoche, hasta llegar al meandro, y giraríamos luego hacie el sur, camino del más negro de los mares. Más no podía hacer por ella. Desperté abrazado a una almohada.

George Tabori
''El libro de los liubros'' de Quint Buchholz.

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