martes

El fracaso

Jimmy no acababa de entenderlo.
-¿Pero cómo?
-Esa es la respuesta -dijo el tío Lester, como si esa fuera la respuesta-. Algunas canciones son canciones de diez minutos -continuó-. Solo tarda uno diez minutos en escribirlas. Algunas canciones requieren veinte o treinta minutos. otras canciones resultan ser canciones de dos días, o de dos semanas. Mi canción de amor resultó ser una canción de doce años.
-Ah, ya entiendo -dijo Jimmy, que no entendía nada.
  -No se puede escribir una buena canción hasta que esté lista. a veces, demasiado a menudo, el modo de que llegue a serlo es escribir un montón de canciones malas, lo que la gente llama <<fracasos>>. <<Fracasos>> -repitió, levantando el labio-. ¡Ja! Cada <<fracaso>> es una pieza de la suerte futura. Porque te acerca un poco más, y fracasar de nuevo, y duplicar el fracaso, cuadripiclarlo. Fracasar hasta tal punto que nadie cree que puedas hacer otra cosa... -Lester hizo una pausa-. Pero eso no es lo que tú crees.
    -¿No lo es?
    -Porque sabes que más allá..., más allá de toda duda -continuó tío lester como si hubiera pensado mucho sobre el tema del fracaso, ¿y por qué no?-, el fracaso es como el patito feo.

''El hombre del techo'' de Jules Feiffer.

viernes

El vigilante del depósito de cadáveres estaba dormitando, probablemente borracho, en una silla, inclinado hacia adelante, el mentón hundido en el pecho. ¿Qué había que vigilar allí? Media docena de fiambres amontonados, ¿a la espera de qué? Era tarde. así pues, saqué a escondidas su ataúd, lo estreché entre mis brazos, contuve la respiración, pasé de puntillas por delante del vigilante, seguí a lo largo del estrecho pasillo y me escabullí por la puerta trasera hacia el aparcamiento. Había cuatro o cinco coches, manchados de nieve sucia, como animales cansados, a la espera del amanecer en el que despertarían con un gruñido. Sólo entonces me di cuenta de lo mucho que pesaba el ataúd, con ella dentro. La excitación provocada por el robo del cuerpo, que me había proporcionado fuerzas suplementarias, había concluido: el ataúd y ella en su interior erab endiabladamente pesados, y el frío cortante que me daba en la cara y en las manos resultaba doloroso. ¿Qué hacía yo allí y dónde iba a ir? preguntas que no se me habían ocurrido antes. Lo único que me había importado hasta aquel momento era el cuerpo de ella dentro del ataúd; y la idea, que me había inducido a secuestrarla, de lo que harían en nombre de alguna hazaña científica por la mañana: despedazarla, partirla en rodajas desde la barbilla hasta la entrepierna, separar la piel a derecha e izquierda, extraer en primer lugar el corazón, luego el hígado enfermo y Dios sabía qué, introducirse en ella, tocar la porosas partículas de sus pulmones, sacarle el estómago y la arrugada matriz, colocarlo todo en un líquido lubricante, redactar un informe, ¿de qué? Era insoportable. Yo sólo podía recordar su piel blanca como la nieve, caliente y palpitante cuando nos aferrábamos el uno al otro;y el aspecto que tenía en nuestra primera cita, sombras azules bajo los ojos y unos labios carnosos ligeramente abiertos mientras decía <<hola>>; y el olor agridulce de su cuello. Era una noche fría. Si la policía me daba el alto, echaría a correr, la Ópera estaba a dos manzanas, pero iba a encaminarme hacia el río. Allí recuperaría el aliento, y abriría el ataúd, y la sacaría para estrecharla entre mis brazos. El río no haría preguntas. La depositaría en el agua e iría tras ella. Unidos en un abrazo desesperado, flotaríamos con suavidad en las aguas de la medianoche, hasta llegar al meandro, y giraríamos luego hacie el sur, camino del más negro de los mares. Más no podía hacer por ella. Desperté abrazado a una almohada.

George Tabori
''El libro de los liubros'' de Quint Buchholz.

[LXXVII] 44

Dices que tienes corazón, y sólo
lo dices porque sientes sus latidos.
Eso no es corazón...; es una máquina
que, al compás que se mueve, hace ruido.

 ''Libro de los Gorriones'' de Gustavo Adolfo Bequer.

miércoles

Bajo la luz de un proyector

Al principio, el autor pretendió resolver la interpretación del dibujo con un chiste mediocre, variando una frase de Lutero: <<¡Él está aquí y no sabe hacer otra cosa!>>. Pero luego le pareció que tal vez supusiera una limitación excesiva de la existencia exhibicionista propia de todo autor. Al fin y al cabo, él tenía más que ofrecer que aquello que ocasionalmente se incluye en el concepto <<deleite>>.   El desnudarse del autor no sólo se produce -véase el símbolo plástico- coram publico, o sea, ante un público, sino siempre y en todo momento, incluso cuando está personalmente ausente y se deja sustituir de forma literal por un texto impreso. Hay algo, sin embargo, en común entre el autor y el exhibicionista <<normal>>, que arrastra por parques y lugares apartados su lamentable anormalidad: aquél carece igualmente de todo pudor. Saca afuera lo más íntimo de su interior. Muestra lo más secreto, su alma, la mayoría de las veces una lastimosa realidad o quimera, como se prefiera. Desembucha lo que lleva dentro sin la menor consideración para consigo mismo o para el potencial lector. Deja ver sin reservas sus heridas sangrantes y sus feas cicatrices. No hay perversión que se le oculte: las conoce todasy las enseña con fruición. Sabemos perfectamente que padece una neurosis obsesiva, un impulso irrefrenable de esciribr, al que, pese a sus nefastas experiencias ( por enjemplo, con la crítica), se ve obligado a ceder una y otra vez. Ni qué decir tiene que experimenta placer satisfaciendo este impulso. Como autor compulsivo es del todo incurable: un caso absolutamente patológico, cuya terapia, sin embargo, resultaría letal y mataría al autor. Seamos, pues, benévolos, dejemos que siga entregándose a su perverso y pernicioso juego, y alegrémonos de haber nacido tan normales y tan sanos.

Günter Kunert.
''El libro de los libros'' de Quint Buchholz.

lunes

7

Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.

Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un naúfrago.

Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como la mar a la orilla de un faro.

Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.

Inclinado en las tardes echos mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.

Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.

Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

''V.P.A.C.D'' de Pablo Neruda
Yo había olvidado cerrar el agua. ¿Por qué recordaba esto y no mi propio pecado? Tal vez para ocultar mi propio pecado. Porque advertí de inmediato que alguien capaz de hacer algo tan atroz con el libro querría leer también mis pensamientos. Quería infundirme miedo, quería que yo dejara vagar los secretos pensamientos de mi mente, pero yo me controlé. Si yo los pensaba, él los descubriría, ¡Por lo tanto, no debía darle ninguna información acerca de mí mmismo aparte de mi miedo y mi sorpresa! De todos modos, había algo profano y artificioso en su modo de actuar. Como los actores de una película, había utilizado unas tijeras y a continuación había colocado el libro cuidadosamente a un lado, para que yo me asustara cuando volviera a entrar en la habitación. Asustado lo estaba, pero luego recor´de que había olvidado abierta la llave del agua. El agua rezumaría por todas partes en pequeños arroyos. Todo lo demás no me importaba nada; tampoco tenía por qué preocuparne. Porque en mis libros no pongo mis pensamientos secretos, sino mi corazón.

Orhan Pamuk
''El libro de los libros'' de Quint Buchholz.

jueves

El horizonte.

Siempre leo detenidamente las notificaciones oficiales. Estudio con particular atención los avisos de los servicios de información del Estado. A fin de cuentas los escriben para mí: el Estado intenta comunicarse con uno de sus hijos. Como cuando un padre o una madre inicia con cierta reticencia una conversacion seria con uno de sus vástagos. Y no voy a ser yo quien se oponga.
   Voy a dejar de fumar. Voy a beber menos. Voy a comprender por qué debo pagar impuestos. Voy a mantenerme informado sobre convenios y reglamentos. Y voy a votar cada cuatro años. De esta forma tendré respuesta a todas las exhortaciones que reciba.
  En mi opinión, todo funciona tal como debe funcionar. Es como un folletón algo árido y enrevesado en el que mi humilde personaje tiene derecho a participar y que incluso puede coescribir.
   El horizonte -creo que ésta es la palabra adecuada-, el horizonte de esta constante e interminable campaña de información puede parecerme a veces, sin embargo, restringido y trivial.
   Es agradable que Hacienda devuelva dinero, y probablemente es acertado instalar alarmas de humo y detectores de incendios. No se trata de eso. Pero las estrellas, por ejemplo, o el misterio de la vida, o un libro importante que debería leer, nada de esto es asunto del Estado. No tengo que preocuparne de ese tipo de cuestiones. La tierra sigue sus curso alrededor del sol sin mi ayuda.
   Echo en falta un recuerdo ocasional de que existo. Porque estoy aquí solamente una vez y no he de volver nunca. También esto puede resultar fácil de olvidar. Yo lo sé, es obvio que lo sé todo el tiempo, sólo con que me pare a pensarlo. Pero nadie me impulsa a hacerlo. Aquí no rige ninguna pública confidencialidad. Si en medio del flujo de la información olvido que estoy vivo, es problema mío.
   Puedo imaginar el siguiente comunicado oficial a la población en los principales periódicos del país: <<Aviso importante a todos los ciudadanos y ciudadanas. ¡El mundo está aquí y es ahora!>>.

Jostein Gaarder
''El libro de los libros'' de Quint Buchholz.